Marqués de Sade Las 120 jornadas de Sodoma Las guerras considerables que Luis XIV tuvo que sostener durante su reinado, las finanzas del Estado y las facultades del pueblo, descubrieron sin embargo el secreto de enriquecer a una enorme cantidad de esas sanguijuelas siempre al acecho de las calamidades públicas que provocan en lugar de apaciguar, y eso para poder aprovecharse de ellas con may ores beneficios. El final de ese reinado, tan sublime por otra parte, es tal vez una de las épocas del imperio francés en la que se vio un may or número de estas fortunas oscuras que solo resplandecen con un lujo y unos desenfrenos tan sordos como ellas. Era hacia el final de ese reinado y poco antes de que el Regente intentara, mediante aquel famoso tribunal conocido bajo el nombre de Cámara de Justicia, restituir la fuerza a esa multitud de tratantes, cuando cuatro de ellos imaginaron la singular orgía que nos disponemos a narrar. Sería erróneo imaginar que solo la plebe se había ocupado de esta exacción; estaba encabezada por grandísimos señores. El duque de Blangis y su hermano el obispo de ***, quienes habían conseguido con ella unas fortunas inmensas, son pruebas incontestables de que la nobleza descuidaba tan poco como los demás los medios de enriquecerse por ese camino. Estos dos ilustres personajes, íntimamente unidos tanto en placeres como en negocios con el famoso Durcet y el presidente de Curval, fueron los primeros en imaginar la orgía cuy a historia escribimos y, después de comunicarla a sus dos amigos, los cuatro formaron el elenco de actores de los famosos desenfrenos. Desde hacía más de seis años estos cuatro libertinos, a los que unía una equivalencia de riquezas y de gustos, habían pensado reforzar sus vínculos mediante unas alianzas en las que el libertinaje jugaba un papel mucho may or que los restantes motivos que sustentan normalmente tales vínculos; y he aquí cuáles habían sido sus disposiciones: El duque de Blangis, viudo de tres esposas, de una de las cuales le quedaban dos hijas, después de descubrir que el presidente de Curval sentía un cierto deseo de contraer matrimonio con la hija may or, pese a las familiaridades que sabía muy bien que su padre se había permitido con ella, el duque, digo, imaginó de repente esta triple alianza. « Queréis a Julie por esposa» , le dijo a Curval; « os la entrego sin vacilar y solo pongo una condición: que no seréis celoso, que ella seguirá teniendo conmigo, aunque sea vuestra mujer, las mismas complacencias que siempre ha tenido, y, además, que os uniréis a mí para convencer a nuestro común amigo Durcet de darme su hija Constance, por la que os confieso que he concebido casi los mismos sentimientos que vos habéis concebido por Julie» . « Pero» , dijo Curval, « vos no ignoráis sin duda que Durcet, tan libertino como vos…» « Sé todo lo que se puede saber» , prosiguió el duque. « ¿Acaso a nuestra edad, y con nuestra manera de pensar, cosas así detienen? ¿Creéis que quiero una mujer para convertirla en mi querida? La quiero para servir mis caprichos, para velar, para cubrir una infinidad de pequeños desenfrenos secretos que el manto del himeneo oculta a las mil maravillas. En una palabra, la quiero como vos queréis a mi hija: ¿creéis que ignoro vuestro objetivo y vuestros deseos? Nosotros, los libertinos, tomamos a las mujeres para hacerlas nuestras esclavas; su condición de esposas las hace más sumisas que las queridas, y vos sabéis el valor del despotismo en los placeres que saboreamos» . En esto entró Durcet. Los dos amigos le pusieron al corriente de su conversación, y el tratante, encantado por la ocasión que se le ofrecía de confesar los sentimientos que él había igualmente concebido por Adélaïde, hija del presidente, aceptó al duque por y erno a condición de serlo él de Curval. Los tres matrimonios no tardaron en concertarse, las dotes fueron inmensas y las cláusulas iguales. El presidente, tan culpable como sus dos amigos, había confesado, sin molestar a Durcet, su pequeño trato secreto con su propia hija, con lo que los tres padres, queriendo cada uno de ellos conservar sus derechos, convinieron, para ampliarlos aún más, que las tres jóvenes, únicamente unidas de bienes y de nombre a su esposo, en lo relativo al cuerpo no pertenecerían más a cualquiera de los tres que a los demás, y de igual manera a cada uno de ellos, so pena de los castigos más severos si se atrevían a transgredir alguna de las cláusulas a las que se les sometía. Estaban en vísperas de concertarlo cuando el obispo de ***, y a unido por el placer con los dos amigos de su hermano, propuso introducir una cuarta persona en la alianza, a cambio de que le dejaran participar en las tres restantes. Esta persona, la segunda hija del duque y por consiguiente su sobrina, le pertenecía mucho más de lo que se suponía. Había tenido relaciones con su cuñada, y los dos hermanos sabían sin lugar a dudas que la existencia de esa joven, que se llamaba Aline, se debía con mucha may or seguridad al obispo que al duque: el obispo que, desde la cuna, se había encargado de velar por Aline, no la había visto llegar, como es fácil suponer, a la edad de los encantos sin querer disfrutar de ellos. Así que en ese punto estaba a la par que sus colegas, y la mercancía que proponía en el trato tenía el mismo grado de deterioro o de degradación; pero como sus atractivos y su tierna juventud la destacaban incluso sobre sus tres compañeras, nadie vaciló en aceptar el acuerdo. El obispo, como los otros tres, cedió manteniendo sus derechos, y cada uno de nuestros cuatro personajes así unidos se encontró, pues, marido de cuatro mujeres. Se dedujo, pues, de este arreglo, que conviene resumir para la comodidad del lector: que el duque, padre de Julie, fue el esposo de Constance, hija de Durcet; que Durcet, padre de Constance, fue el esposo de Adélaïde, hija del presidente; que el presidente, padre de Adélaïde, fue el esposo de Julie, hija may or del duque; y que el obispo, tío y padre de Aline, fue el esposo de las otras tres cediendo a Aline a sus amigos, con los derechos que seguía reservándose sobre ella. Fueron a una soberbia propiedad del duque, situada en el Borbonesado, a celebrar las felices nupcias, y dejo imaginar a los lectores las orgías que allí se hicieron. La necesidad de describir otras nos quita el placer que sentiríamos en describir estas. A su vuelta, la asociación de nuestros cuatro amigos se hizo aún más estable, y como es importante que les conozcamos bien, un pequeño detalle de sus combinaciones lúbricas servirá, según creo, para iluminar los caracteres de esos libertinos, en espera de que les retomemos a cada uno de ellos por separado para desarrollarlos aún mejor. La sociedad había hecho una bolsa común que administraba sucesivamente cada uno de sus miembros durante seis meses; pero los fondos de esta bolsa, que solo debía servir para los placeres, eran inmensos. Su excesiva fortuna les permitía unas cosas muy singulares, y el lector no debe sorprenderse cuando se le diga que había dos millones por año destinados a los únicos placeres de la buena mesa y de la lubricidad. Cuatro famosas alcahuetas para las mujeres e idéntico número de Mercurios para los hombres no tenían otra ocupación que buscarles, tanto en la capital como en las provincias, todo lo que, en uno y otro género, podía satisfacer mejor su sensualidad. Celebraban juntos regularmente cuatro cenas por semana en cuatro diferentes casas de campo situadas en los cuatro diferentes extremos de París. En la primera de estas cenas, destinada únicamente a los placeres de la sodomía, solo se admitían hombres. Allí se veía regularmente a 16 jóvenes de veinte a treinta años cuy as inmensas facultades hacían saborear a nuestros cuatro héroes, en calidad de mujeres, los placeres más sensuales. Eran elegidos por la dimensión de su miembro, y era casi requisito necesario que este soberbio miembro fuera de tal magnificencia que jamás hubiera podido penetrar en mujer alguna. Era una cláusula esencial, y como no ahorraban ningún gasto, rara vez dejaba de cumplirse. Pero para saborear a la vez todos los placeres, sumaban a los 16 maridos un número idéntico de muchachos mucho más jóvenes y que debían representar el papel de mujeres. Estos se elegían desde la edad de doce años hasta la de dieciocho, y era preciso, para ser admitido, una lozanía, unas facciones, un donaire, un porte, una inocencia, un candor muy superiores a todo lo que nuestros pinceles podrían pintar. Ninguna mujer podía ser recibida en estas orgías masculinas en las que se practicaba lo más lujurioso de todo lo que Sodoma y Gomorra habían inventado. La segunda cena estaba dedicada a las muchachas de buen estilo que, obligadas a renunciar a su orgullosa ostentación y a la insolencia habitual de su comportamiento, se veían constreñidas, debido a las sumas recibidas, a entregarse a los caprichos más irregulares y con frecuencia incluso a los ultrajes que gustaban a nuestros libertinos hacerles. Eran habitualmente 12 y, como París no habría podido ofrecer una variación de ese género con la frecuencia debida, esas veladas se alternaban con otras, en las que solo se admitía un mismo número de mujeres distinguidas, desde la clase de los procuradores hasta la de los oficiales. Hay más de cuatro o cinco mil mujeres en París de una u otra de estas clases, a las que la necesidad o el lujo obliga a participar en estas especies de juegos; basta con estar bien servido para encontrarlas, y nuestros libertinos, que lo eran de manera excepcional, encontraban con frecuencia milagros en esta clase singular. Pero por muy honestas que fueran, había que someterse a todo, y el libertinaje, que jamás admite límite alguno, se sentía especialmente excitado al obligar a horrores e infamias a lo que parecía que la naturaleza y la convención social hubieran debido sustraer a tales pruebas. Una vez allí, había que hacerlo todo, y como nuestros cuatro malvados poseían todos los gustos del más crapuloso y del más insigne libertinaje, esta aquiescencia esencial a sus deseos no era cosa fácil. La tercera cena estaba destinada a las criaturas más viles y más mancilladas que puedan existir. A quien conoce los extravíos del desenfreno, este refinamiento le parecerá muy sencillo; es muy voluptuoso revolcarse, por así decirlo, en la basura con criaturas de esta clase; ahí se encuentra el abandono más completo, la crápula más monstruosa, el envilecimiento más total, y estos placeres, comparados con los saboreados la víspera, o con las criaturas distinguidas que nos han hecho saborearlos, arrojan mucha sal sobre ambos excesos. Ahí, como el desenfreno era más total, no se olvidaba nada para hacerlo tan numeroso como picante. Comparecían 100 putas en el transcurso de seis horas, y con excesiva frecuencia ninguna de las 100 salía entera. Pero no nos precipitemos; este refinamiento tiene unos detalles a los que todavía no hemos llegado. La cuarta cena estaba reservada a las vírgenes. Solo se aceptaban hasta los quince años a partir de los siete. Su condición daba igual, solo importaba su rostro, que debía ser encantador, y la seguridad de sus primicias: era preciso que fueran auténticas. Increíble refinamiento del libertinaje. No se planteaban ellos, sin duda, recoger todas estas rosas, y tampoco podían, y a que siempre aparecían en número de 20 y, de nuestros cuatro libertinos, solo dos eran capaces de efectuar este acto, pues uno de los otros dos, el tratante, y a no experimentaba la mínima erección, y al obispo le era absolutamente imposible disfrutar más que de una manera que puede, lo acepto, deshonrar a una virgen, pero que sin embargo la deja siempre bien intacta. Daba igual, era preciso que estuvieran allí las 20 primicias, y las que ellos no estropeaban se convertían en su presencia en la presa de unos cuantos lacay os tan libertinos como ellos y que siempre les seguían por más de una razón. Independientemente de estas cuatro cenas, había todos los viernes una secreta y especial, mucho menos numerosa que las cuatro restantes, aunque tal vez infinitamente más cara. Solo se admitían a ella a cuatro jóvenes damiselas de buena familia, arrancadas de casa de sus padres a fuerza de astucia y de dinero. Las esposas de nuestros libertinos compartían casi siempre este libertinaje, y su extrema sumisión, sus atenciones y sus servicios lo hacían aún más picante. Respecto a los manjares que se servían en estas cenas, es inútil decir que reinaba tanto la abundancia como la exquisitez; ni uno de estos banquetes costaba menos de 10.000 francos y en ellos se reunía cuanto de más raro y más exquisito puede ofrecer Francia y el extranjero. Los vinos y los licores aparecían con la misma finura y la misma abundancia, así como los frutos de todas las estaciones incluso en invierno, y cabe asegurar en una palabra que la mesa del primer monarca de la Tierra no era seguramente servida con tanto lujo y magnificencia. Retrocedamos ahora y pintemos lo mejor que podamos al lector cada uno de estos cuatro personajes en concreto, no bajo un aspecto favorable, no para seducir o cautivar, sino con los mismos pinceles de la naturaleza, que pese a todo su desorden es con frecuencia muy sublime, incluso cuando es más depravada. Pues, atrevámonos a decirlo de pasada, aunque el crimen no tiene el tipo de delicadeza que se encuentra en la virtud, ¿acaso no es siempre más sublime, acaso no tiene incesantemente un carácter de grandeza y de sublimidad que domina y dominará siempre sobre los atractivos monótonos y afeminados de la virtud? ¿Nos hablaréis de la utilidad de uno o de otro? ¿Es cosa nuestra escrutar las ley es de la naturaleza, es cosa nuestra decidir si, siéndole el vicio tan necesario como la virtud, no nos inspira quizás una parte igual de inclinación a uno o a otra, en razón de sus necesidades respectivas? Pero prosigamos. EL DUQUE DE BLANGIS, dueño a los dieciocho años de una fortuna y a inmensa y que incrementó mucho a continuación con sus exacciones, experimentó todos los inconvenientes que nacen en tropel alrededor de un joven rico, famoso, y que no se niega nada: casi siempre en tal caso la medida de las fuerzas equivale a la de los vicios, y se niega tantas menos cosas cuantas más facilidades tiene para obtenerlas todas. Si el duque hubiera recibido de la naturaleza unas cuantas cualidades primitivas, quizás estas hubieran equilibrado los peligros de su posición, pero esta madre extravagante, que parece a veces entenderse con la fortuna para que esta favorezca todos los vicios que concede a ciertos seres de los que espera unas atenciones muy diferentes de las que la virtud supone, y eso porque necesita tanto a aquellos como a los otros, la naturaleza, digo, al destinar a Blangis a una riqueza inmensa, le había deparado precisamente todas las inclinaciones, todas las inspiraciones que se precisaban para usarla mal. Con una mente muy perversa y muy maligna, le había dado el alma más malvada y más dura, acompañada de unos desórdenes en los gustos y en los caprichos de los que nacía el horrible libertinaje al que el duque era tan singularmente propenso. Nacido falso, duro, imperioso, bárbaro, egoísta, tan pródigo para sus placeres como avaro cuando se trataba de ser útil, mentiroso, glotón, borracho, cobarde, sodomita, incestuoso, asesino, incendiario, ladrón, ni una sola virtud compensaba tantos vicios. ¿Qué digo?, no solo no reverenciaba ninguna, sino que todas le horrorizaban, y se le oía decir a menudo que un hombre, para ser realmente feliz en este mundo, debía no solo entregarse a todos los vicios, sino jamás permitirse una virtud, y que no solo se trataba de hacer siempre el mal, sino que se trataba también de no hacer jamás el bien. « Hay muchas personas» , decía el duque, « que solo se entregan al mal cuando su pasión les arrastra; recuperada de su extravío, su alma tranquila recupera tranquilamente el camino de la virtud, y pasando así su vida de combates a errores y de errores a remordimientos, mueren sin que sea posible decir exactamente qué papel han jugado en la Tierra. Dichos seres» , proseguía, « deben de ser desgraciados: siempre fluctuantes, siempre indecisos, pasan toda su vida detestando por la mañana lo que han hecho por la noche. Convencidísimos de arrepentirse de los placeres que saborean, se estremecen al permitírselos, de manera que se vuelven a un tiempo tan virtuosos en el crimen como criminales en la virtud. Mi carácter más firme» , añadía nuestro héroe, « jamás se desmentirá de esta manera. Yo no vacilo jamás en mis opciones y, como estoy siempre seguro de encontrar el placer en lo que hago, jamás acude el arrepentimiento a embotar el atractivo. Firme en mis principios porque desde mis más jóvenes años los establecí con seguridad, actúo siempre en consecuencia respecto a ellos. Me han hecho conocer el vacío y la nada de la virtud; la odio y jamás se me verá volver a ella. Me han convencido de que el vicio estaba hecho para hacer sentir al hombre esta vibración moral y física, fuente de las más deliciosas voluptuosidades; me entrego a él. Muy pronto me coloqué por encima de las quimeras de la religión, absolutamente convencido de que la existencia del creador es un escandaloso absurdo en el que no creen ni los niños. No siento ninguna necesidad de refrenar mis inclinaciones con la intención de complacerle. Yo he recibido estas inclinaciones de la naturaleza, y la irritaría resistiéndome a ellas; si me las ha dado malas, es porque así convenía necesariamente a sus intenciones. Solo soy en sus manos una máquina que ella mueve a su capricho, y no hay ni uno de mis crímenes que no le sirva; cuantos más me aconseja, más necesita: sería un necio si me resistiera a ella. Así que solo tengo contra mí las ley es, pero y o las desafío; mi oro y mi fama me colocan por encima de esas plagas vulgares que solo deben herir al pueblo» . Si se le objetaba al duque que en todos los hombres existían, sin embargo, unas ideas de lo justo y de lo injusto que solo podían ser fruto de la naturaleza, y a que aparecían en todos los pueblos e incluso en aquellos que no eran civilizados, respondía a ello que estas ideas solo eran relativas, que el más fuerte consideraba siempre muy justo lo que el más débil veía como injusto, y que si se les mudara a ambos de lugar, ambos al mismo tiempo cambiarían también de manera de pensar; de ahí concluía que solo era realmente justo lo que daba placer e injusto lo que daba pesar; que en el instante en que él robaba 100 luises del bolsillo de un hombre, hacía algo muy justo para él, aunque el hombre robado tuviera que verlo con otros ojos; que al ser todas estas ideas solo arbitrarias, muy loco sería el que se dejara encadenar por ellas. Mediante razonamientos de este tipo el duque legitimaba todos sus desafueros, y como le sobraba el ingenio, sus argumentos parecían decisivos. Adecuando, pues, su comportamiento a su filosofía, el duque, desde su más tierna juventud, se había abandonado sin freno a los extravíos más vergonzosos y más extraordinarios. Su padre, fallecido joven, y dejándole heredero, como y a he dicho, de una fortuna inmensa, había puesto, sin embargo, la cláusula de que el joven dejaría disfrutar a su madre, durante toda su vida, de una gran parte de esta fortuna. Tal condición no tardó en disgustar a Blangis y, no viendo el malvado más que el veneno para impedirle cumplirla, se decidió inmediatamente a utilizarlo. Pero el bribón, principiante por aquel entonces en la carrera del vicio, no se atrevió a actuar por sí mismo: obligó a una de sus hermanas, con la que vivía en relación criminal, a asumir la ejecución, dándole a entender que, si lo conseguía, le haría disfrutar una parte de la fortuna que esta muerte pondría en sus manos. Pero la joven se horrorizó de esta acción, y el duque, viendo que un secreto mal confiado sería tal vez traicionado, se decidió al instante a juntar con su víctima a la que él había querido hacer su cómplice. Las llevó a una de sus tierras, de donde las dos infortunadas no regresaron jamás. Nada alienta tanto como un primer crimen impune. Después de esta prueba, el duque rompió todos los frenos. Tan pronto como algún ser oponía a sus deseos la más ligera cortapisa, utilizaba de inmediato el veneno. De los asesinatos por necesidad, no tardó en pasar a los asesinatos por voluptuosidad: concibió el desdichado extravío que nos hace encontrar placeres en los males ajenos; sintió que una conmoción violenta impuesta a un adversario proporciona al conjunto de nuestros nervios una vibración cuy o efecto, irritando los espíritus bestiales que fluy en por la concavidad de dichos nervios, les obliga a presionar los nervios erectores, y a producir, tras esta sacudida, lo que se llama una sensación lúbrica. En consecuencia, empezó a cometer robos y asesinatos, por un único principio de vicio y de libertinaje, de igual manera que otro, para inflamar estas mismas pasiones, se contenta con ir de putas. A los veintitrés años participó con tres de sus compañeros de vicio, a los que había inculcado su filosofía, en el asalto de una diligencia pública en el camino real, violando tanto a hombres como a mujeres, asesinándolos después, apoderándose de un dinero que seguramente no necesitaban, y encontrándose los tres la misma noche en el baile de la Opera a fin de probar la coartada. Este crimen se produjo: dos damiselas encantadoras fueron violadas y asesinadas en brazos de su madre; y a eso juntó una infinidad de otros horrores, sin que nadie se atreviera a sospechar de él. Cansado de una esposa encantadora que su padre le había dado antes de morir, el joven Blangis no tardó en reuniría con los manes de su madre, de su hermana y de todas sus demás víctimas, y eso para casarse con una muchacha bastante rica, pero públicamente deshonrada y de la que sabía muy bien que era la querida de su hermano. Era la madre de Aline, una de las actrices de nuestra novela y de la que hemos hablado anteriormente. Esta segunda esposa, pronto sacrificada como la primera, fue sustituida por una tercera, que no tardó en correr la suerte de la segunda. Decíase en el mundo que era la inmensidad de su construcción lo que mataba a todas sus mujeres, y como este gigantismo era exacto en todos sus puntos, el duque dejaba germinar una opinión que velaba la verdad. Este horrible coloso daba en efecto la idea de Hércules o de un centauro: el duque medía cinco pies y once pulgadas, poseía unos miembros de gran fuerza y energía, articulaciones vigorosas, nervios elásticos… Sumadle a esto un rostro viril y altivo, unos enormes ojos negros, bellas cejas oscuras, la nariz aquilina, hermosos dientes, un aspecto de salud y de frescura, unos hombros anchos, un torso amplio aunque perfectamente modelado, bellas caderas, nalgas soberbias, las más hermosas piernas del mundo, un temperamento de hierro, una fuerza de caballo, el miembro de un verdadero mulo, asombrosamente peludo, dotado de la facultad de perder su esperma tantas veces como quisiera en un día, incluso a la edad de cincuenta años que entonces tenía, una erección casi continua de dicho miembro cuy o tamaño era de 8 pulgadas justas de contorno por 12 de longitud, y tendréis un retrato del duque de Blangis como si lo hubierais dibujado vosotros mismos. Pero si esta obra maestra de la naturaleza era violenta en sus deseos, ¿en qué se convertía, ¡Dios mío!, cuando le coronaba la embriaguez de la voluptuosidad? Ya no era un hombre, era un tigre furioso. ¡Ay de quien sirviera entonces sus pasiones!: gritos espantosos, blasfemias atroces surgían de su pecho hinchado, era como si llamas salieran entonces de sus ojos, echaba espumarajos, relinchaba, se le confundía con el dios mismo de Ja lubricidad. Fuera cual fuese su manera de gozar, sus manos siempre se extraviaban necesariamente, y más de una vez se le vio estrangular rotundamente a una mujer en el instante de su pérfida ey aculación. Una vez recuperado, la despreocupación más absoluta sobre las infamias que acababa de permitirse sucedía inmediatamente a su extravío, y de esta indiferencia, de esta especie de apatía, nacían casi inmediatamente nuevas chispas de voluptuosidad. El duque, en su juventud, había llegado a correrse hasta 18 veces en un día y sin que se le viera más agotado en la última ey aculación que en la primera. Siete u ocho en el mismo intervalo todavía no le asustaban, pese a su medio siglo de vida. Desde hacía unos 25 años, se había acostumbrado a la sodomía pasiva, y soportaba los ataques con el mismo vigor con que los devolvía activamente, él mismo, un instante después, cuando le gustaba cambiar de papel. Había soportado en una apuesta hasta 55 asaltos en un día. Dotado como hemos dicho de una fuerza prodigiosa, le bastaba una sola mano para violar a una muchacha; lo había demostrado varias veces. Apostó un día a que asfixiaría un caballo entre sus piernas, y el animal reventó en el instante que él había indicado. Sus excesos en la mesa superaban incluso, si es posible, los de la cama. Era inconcebible la cantidad de víveres que englutía. Hacía regularmente tres comidas, y las tres eran tan largas como amplias, y lo habitual eran siempre diez botellas de vino de Borgoña; había llegado a beber 30 y apostaba contra cualquiera que podría llegar a 50. Pero como su ebriedad adoptaba el color de sus pasiones, tan pronto como los vinos o los licores le habían calentado el cráneo, se volvía furioso; había que atarle. Y con todo eso, ¿quién lo hubiera dicho?, pero es cierto que el ánimo responde con frecuencia muy mal a las disposiciones corporales, y un niño decidido hubiera asustado a aquel coloso, y desde el momento en que para deshacerse de su enemigo y a no podía utilizar sus triquiñuelas o su traición, se volvía tímido y cobarde, y la idea del combate menos peligroso, pero en igualdad de fuerzas, le hubiera hecho huir a la otra punta de la Tierra. Sin embargo, según la costumbre, había hecho una campaña o dos, pero había alcanzado tal deshonra en ellas como para abandonar inmediatamente el servicio. Defendiendo su bajeza con tanto ingenio como descaro, pretendía altivamente, que no siendo la cobardía más que un deseo de conservación, era totalmente imposible que unas personas sensatas se la reprocharan como un defecto.